LOS CEMENTERIOS


CEMENTERIOS Y LA VIDA

León Darío Gil Ramírez

 “¡Oh poeta, que guías mis acciones!”
 prorrumpí, “mide bien mi resistencia
 antes de conducirme a esas regiones”.
(De: La Divina Comedia. Canto Segundo)

La más reciente pérdida, también lamentable y fatalmente irrecuperable, fue mi cuaderno de cementerios, iglesias y calvarios. No sé dónde ni cuándo. En un descuido, en un olvido, en una mesa de café, en el escaño de un parque al medio día o tarde de la noche, en el nocherito de un hotel sin nombre, en qué sepultura, en qué camino, no sé.

Si sé que, cautivado por la arquitectura en piedra bruta de las tumbas y la capa de hiedra  que como un manto de olvido las cubría, y un gallo imponente cantando su canto de verdad en la mano derecha de una cruz, hace tiempo lo inicié en el cementerio de Turmequé, Boyacá. En el de Nuevo Colón, también Boyacá, lo proseguí, creo que entrampado por una enredadera que cubría mausoleos y tumbas, y como un velo revestía la desmañada y flotante blancura de las cruces. La enredadera estaba repleta de curubas maduras. Curubas que a la postre me parecieron intocables o sagradas. O eso fue lo que deduje viendo el suelo alfombrado por las que se caían. Puesta como un escapulario en el cuello de un ángel descabezado, aquí mismo, vi el cuadrante de un reloj de carnicería. El ángel entristecía la tumba de un hombre cuyo nombre mi memoria no alcanza a divisar. No entré, pero de pasada vi el cementerio de Ventaquemada: los esqueletos de las viejas o la holgura reciente o desleída de las nuevas cometas, pero todas, batían sus estertores de un árbol alto que se regocijaba, feraz, en sus predios. Agosto nacía y era una verdad que resplandecía abrumadora.

Una tarde de un martes de un año de un abril, de Riosucio con destino a Manizales, en el puesto de atrás de un taxi, me tocó viajar con la inolvidable e insigne pedagoga, doña Purificación Calvo. Los años le había remozado un gesto sabio y agrio a la vez. En Risaralda, haciéndole un paréntesis a la conversación que traíamos, me dijo de pronto, señalándome para el cielo: mijo, es el único pueblo donde los muertos no bajan sino que suben a la tumba, allá arriba queda el cementerio. Me propuse conocerlo. Quedaba en la colina más alta donde Manizales se ve como una promesa y Risaralda como un reguero de casas cansadas de tejas y horizontes. Subí. Mientras lo hacía, corriendo, me cruzó un perro. Otro, al rato, también: éste si olfateó mi inocuidad. Después de inspeccionar las tumbas por donde pasaba en busca de algo que se ajustara a mi ocurrencia, gané la cima. No sé sí se habían puesto una cita. Eran perro y perra y estaban haciendo lo que se hace para preservar la especie, sin importarles mi presencia ni sentir ningún reparo por la tumba en la que decidieron hacer lo que hacían. Otros resuellos, luego, alertaron mi atención: eran los de una pareja que, ensimismada, se jugaba caricias descaradas, besos como ruidos o gemidos, y palabras, a la sombra bienhechora  de un guayabo reverdecido, atrás, bien atrás, donde se desprendía la falda y comenzaba el cafetal. No sé si ellos la miraban, Manizales sí, desde lejos, bien lejos.

Sanclemente, corregimiento de Guática, es una plaza infinita con unas cuantas casas a su alrededor. Entrada por salida lo había visto mientras don Gustavo, el taxista que repartía La Patria, la entregaba en una tienda de una mesa, dos taburetes y un atrapamoscas colgando en el centro como el gajo sucio de una crueldad. Cuando volví para conocerlo de verdad, a la plaza la aporreaba un sol casi abusivo, la cruzaba, despacio y sola, muy sola, una colegiala cabizbaja. Y las palomas, como si fuera un oasis, se disputaban lo que parecía una gota de agua en el centro de una inmensidad. Era por la tarde. Al frente de la Iglesia, sentado en un taburete recostado contra la pared, un señor que, fuera de las palomas, era lo único que se veía mover. A su lado una puerta y una ventana abiertas. Yendo a su encuentro, también a mi encuentro oí que se acercaban, rítmicos, los cascoteos de un caballo: creo que lo imaginé porque nunca apareció. El del taburete con una lezna le abría rotos a un ovalo de cuero. Fumaba con el fervoroso gusto del que sabe que nunca lo va a dejar de hacer. Con aire sinceramente fraternal, me preguntó: ¿forastero? Yo le respondí con una evasión: ¿vende aguardiente? Sobre el taburete, con precavida lentitud, dejó la lezna, y con precavida lentitud, como si lo agobiara una pena reciente, se metió por la puerta. Era la tienda. ¿Con qué lo quiere? Me preguntó disponiendo una copa y bajando una botella de Cristal. Convencido que iba a caer en sus bromas, descubriéndoselas le contesté: con Corsini. Me miró más allá de mí. Es más triste que Magaldi, me contestó insinuando una amable socarronería. No los puso, puso al Caballero Gaucho. Hablamos de Olimpo y Sadel, de su vida y la mía, de sus mujeres y las mías, de sus andanzas y las mías, de sus rabias y las mías, de su soledad y de la soledad mía. Me señaló por donde llegar al cementerio.

Estaba hermoso, fulguraba, como si lo hubiesen acabado de encalar. Estoy seguro que sobre la verja de la entrada, al viento y al sol se secaba la ropa de una familia vecina. Florecían las batas. Que el suelo literalmente estaba tapizado de copos de diente león y que recogiéndolos, con arrobada algarabía infantil, repitiendo la imagen que había visto en la portada de un viejo Larousse, entre gritos y fiestas los soplaba para verlos volar por el aire como un enjambre de espíritus visibles entre los cortejos chillones de una multitudinaria pandilla de golondrinas. San Clemente, anocheciendo, y por entre las hendijas y postigos, el asedio de las miradas perturbadas viendo a un loco manchar de tangos el desierto de su plaza después de haber alegrado a sus muertos en los jirones de una tarde encumbrada, arrebolada y mía.

A Carmen de Carupa, Cundinamarca, llegué invitado para una ordenación. En su cementerio me encontré una lápida en la que, quien la trabajó, trastocó las fechas. ¿En quién o en qué estaría pensando para escribir de primero o enseguida de la estrella la fecha de la muerte y después de la cruz la fecha del nacimiento? Los duelos, ¿transigieron el error o lo pasaron por alto? El hecho me siguió trabajando en la imaginación, me enredó en historias increíbles, me trabó en conjeturas de espanto, me paseó por ensueños, por literaturas, por capítulos, por películas. Y lo hubiese seguido haciendo si el cielo, por culpa del sol del crepúsculo, no se encortina de nubes ensangrentadas como brochazos de un pintor borracho de ron o de melancolía.

Al frente del cementerio de Neira, me contó La Mona Zuluaga: la puta más vieja de Manizales, perdió la virginidad. Era donde, hace años, quedaba la zona de tolerancia, que surtía la noche de canciones y placeres, de borrachos groseros, de despechados dicientes, de amores fraudulentos, de riñas, de líos, de idilios. Lo conozco. Blanqueando el paisaje se amarra a la loma con su corte de cruces, ángeles, tumbas, osarios, flores y santos. Porque se ve desde muchas partes del municipio creo que sus habitantes, por eso, tienen en la muerte un pensamiento recurrente. El cementerio de Neira es, además, un lugar para ir a pasear, a mirar el pueblo como en Manizales se sube a Chipre para solazarse con el paisaje. Lo recuerdo por una muerta que llevaban en hombros cinco hombres vestidos de luto cerrado y otro, adelante, vestido de  payaso: con nariz de pimpón rojo; con una mustia peluca de cabuya; con gorra de tela listonada, como los larguísimos zapatos, de negro y blanco; con pantalones de tirantes azules, anchos y fucsia y una agujereada franela de café Sello Rojo que lo desdecía y enfatizaba sus costillas. De la mano, payasa también, su pequeña hija como una bolita de colores. En el cuaderno debe estar consignado el nombre de una mujer que el payaso, llorando, escribió en el revoque fresco con la puntilla que le cedió el sepulturero.

Irra es un lugar de paso, pero ninguno que viaje en particular escapa a la tentación de parar el carro para merecer una fruta, un tinto, una cerveza o un refresco. El cementerio queda, yendo para Supía, a la derecha, detrás de los ventorrillos de la vera. Queda contiguo a la cancha de fútbol donde las lozas de las tumbas sirven de graderías y las cruces como perchas donde los jugadores cuelgan los maletines, lo que se quitan o se van a vestir. A los muertos no los maltrata el sol, los ampara la solícita sombra de los carboneros y los arrulla la serenidad rumorosa del Cauca.

Del cementerio de Pácora no puedo olvidar, por su desolación y abandono en el rincón más solo, más tétrico y lejano, un nombre escrito sobre una lápida que no era de mármol. Decía, redundante: SOLEDAD RINCÓN. Y se escondía entre los restos macabros de despuntadas alas de ángeles, los destrozos roñosos de caras y manos de cemento, índices y pulgares trozados y solos. En este, no sé, o en el de Santa Rosa, presencié un hecho que provocó morirme. Acampesinado, tendría 20 años el muchacho que, abrazado con pasión a una guitarra, le cantaba canciones a una tumba. Por dos veces le cantó “Ángel Perdido” que no podía cantar mejor Rodolfo Aicardi, el intérprete original. Me aguó los ojos escucharle, entonados con acongojada voz, vehemente, los versos: “...sabes que sin tu cariño/ mi corazón se destruye/ sin ti seré como un niño/ que no tiene quién lo arrulle...” Una familia de cinco personas que eran las únicas que estaban conmigo, para verlo, cortó sus rezos. Ellos, cuando el muchacho alivianó su dolor y se fue, se adelantaron a mi voluntad y corrieron a constatar la dueña de semejante adoración. Dejé que se fueran y me acerqué a la tumba. En el cuaderno estará el nombre de ella y las fechas. Sí, y no se me puede olvidar, la frase recordatoria en una de las esquinas. Rotunda, era la declaración de un corazón enfebrecido de amor, de amor trascendente. Hierática, casi mística, decía: “Porque te llevó tengo celos del Señor”

No entré al cementerio de Salgar, Antioquia, pero hice detener el carro para apreciar los imponentes, pulcros y recién enlucidos ángeles de la portada en el ministerio arduo y fatal de anunciar el Juicio Final con sus larguísimas trompetas. La visión se adornó de encanto y definitivamente se preservó del olvido cuando, con rumbo a Medellín, apareció en el cielo un avión de propulsión a chorro. Apareció exactamente por la mitad de las dos imágenes, como si éstas le indicaran la ruta. Me quedé hasta cuando la cola de la enorme estela, como una colosal y fantástica serpiente, se desvanecía borrada por el viento o por el soplo de Dios o por el soplo de un acaso.

Anserma tiene dos cementerios. En el de arriba, con destino de templete, existe un lugar que reniega ese propósito para acoger el de mirador. Acceder a él es un ejercicio que opaca la tristeza, incluso desestima el duelo espantado por las gracias del paisaje lleno de rotos de sol y manchas de sombra, de lejanías que animan a no dejar de mirarlas, de montañas allá que provoca remontarlas. Claro que, a fuerza de verlo o de visitarlo, ya la gente lo desapercibe, y el templete, ahora, no pasa de ser un gustoso halago para forasteros. Yo lo era.

Fue en este cementerio donde conocí, pegado con curia sobre la lápida, la foto plastificada del fallecido: viejo, de sombrero de fieltro, gordo, luciendo sus colgandejos de oro, abrazado a una que acentuaba sus años y confirmaba sus lujos en un parque extranjero. Una pareja de siriríes, después de cada vez que jugaba sus acrobacias para atrapar las mariposas de sus glotonerías, se aposentaba en las varillas herrumbrosas, como muñones lúgubres, que en algún tiempo inmemorial fueron los estirados brazos de una cruz de cementerio. No puedo asegurar que los siriríes me vieron. Yo si los vi, y puedo asegurar que se desenpiojaron, se piquiaron muchas veces. Y una vez, una sola vez, se amaron.

Al cementerio de Chinchiná, amurallado como un panóptico, fui, seducido por el deseo de conocer la tumba del compositor Abel de J. Salazar: la conocí. No le recé. Fue mejor cantarle. Le canté, de su autoría, “Frente a frente”, un tema que inmortalizó el Conjunto América y que en Caramanta, donde nací, se lo bebió semanas enteras don Gustavo Álvarez, el cantinero de la Calle La Pola, acorralado por los desgarros inaguantables de una traición de mujer. Días antes, filmando un ensayo de bailes colombianos en la sede del Casd, en Manizales, conocí al también compositor don Gerardo Arizmendi, de Villamaría pero residente en esa población. Lo encontré enterrado a diez pasos de su colega. Por el cementerio de Chinchiná, entonces, volaba un olor a pino derribado, extraviado entre los nítidos olores a café, a buen café.

El cementerio de los ricos, el cementerio de los pobres y el cementerio de los Gartner, son los tres que existen en Riosucio. En el de los pobres dormí una noche de Carnaval al pie de una tumba de un señor de apellido Motato. Debió ser por el ebrio panegírico que grité en la portada, cuando la salvé, que no me asustaron las ánimas. No menos lo fue, no lo dudo, por las totumadas de guarapo que retarda el cuerpo, lo desvanece, y hace delirar el alma. Oí que, y eso comenzó a despertarme, que la consabida alma en pena arrastraba las consabidas cadenas corroboradas por el pesado ruido que producen. No. Era el sepulturero que bregaba con las chapas y verjas de hierro de la entrada. Ya era de día. Frente a él, sacudiéndome, le constaté que todavía era de este mundo. No lo costó trabajo reconocerlo, no por eso dejó de mirarme con tono de reproche y, sin merecerme una palabra, me dejó salir. No conozco el cementerio de los Gartner. La vez que tuve el arrojo de meterme, no bien adentro descubrí por entre las matas, encima de un cuerpo desvencijado y sostenido por un báculo de su altura, un rastrojero de cabellos cenicientos. No seguí, me devolví pensando en don Hugo Gartner, el pedagogo ateo, de elocuentes disipaciones y sabidurías por quien el cementerio parece que se fundó.

...sin embargo, el más hermoso que ha descubierto mi fúnebre empeño, es el cementerio de la Cuchilla del Salado. Allá, si mis cómplices amigos no cumplen con mi última voluntad de arrojar mis cenizas al cráter del Ruiz, quiero enterrarme.
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