HOMENAJE


HOMENAJE

A mi padre
“Luz, insignia y guía”

León Darío Gil Ramírez


  Sin su sombrero no se parecía a él. Hasta el cuello le abotonaron la camisa blanca, le mudaron el pantalón dominguero de paño negro, le pusieron sus medias: las más nuevas, y lo dejaron sin zapatos. Con otras, su fe de bautismo la volvió cenizas un incendio. Campesino de corazón y nacimiento. El sol, al que sin fallar le leía las horas, la ciudad se lo trocó por los relojes. Anónimo. Nunca otro ser pasó por la tierra acampado en el oficio de sus obligaciones de señor cualquiera, común y corriente, de sus ministerios elementales como el agua. Se atribuyó el privilegio de deshojarle los meses al almanaque. Y se lo respetamos. Jamás le importó la figuración, jamás la tuvo: acaso su nombre en el directorio telefónico y en el edicto de prensa que, pagado por la empresa donde se jubiló, publicaba su muerte. Sembrar un árbol: sembró cientos. Para los días de la semana un sombrero. Otro mejor para los domingos. Lo conoció en retratos: a Olimpo Cárdenas nunca tuvo la gloriosa dicha de conocerlo en persona. Conservador plácido, sin fanatismos ni enemigos. Justo. Fue él quien nos enseñó a amarrarnos los cordones y a ser dignos. Al otro día, horrible, de un miércoles nefasto, no lo oímos madrugar, ni después, ni nunca más.

Transó con Dios un cielo donde trinara un sinsonte, sobre un charco revolotearan las libélulas, en una maceta florecieran begonias, pensamientos y fucsias, y para cuando se antojara, un mango de Santa Bárbara para comer a mano limpia. De la calle recogía los mochitos de lápiz. De cualquier parte nos traía fantasías, dulces, mecatos, cosas vistas, oídas, vividas o inventadas. Tener un hijo: ocho tuvo con su única mujer. En un recodo, una noche, sin dejarla de mirar, me contó en secreto los secretos de la luna. La atrapó en un espejo de bolsillo y me regaló una estrella: la mía, le puso un nombre, la llamó Tirintintea: la tengo. Vivió de vida natural. Contra los filos de las paredes, con inaudita satisfacción, se rascaba la espalda. Y el canto de las manos en los cantos de las mesas.

Serenatas no dio ni regaló flores. Nada nos trajo el Niño Dios un diciembre de miseria. Le pedí, para educación cívica, la definición de pueblo: Copie mijo, me ordenó: un pueblo es un reguero de casas de tejas, con una iglesia, un cementerio, un peluquero, un alcalde, un notario, un bobo y una loca. Le obedecían los caballos. Los arco iris eran milagros, ángeles los colibríes, hadas las mariposas, duendes cordiales los cucuyos. Un amigo más en su larga lista, así les decía a los que le presentaban. Se soñaba encabando azadones en bejucos, iluminando la oscuridad con naranjas, metiendo en un dedal los rayos de una tempestad. De esas noches arduas, confesaba, despertaba con la cabeza vuelta un diccionario.

Entre sus piernas, al mapamundi de inflar le escudriñaba, sin ventura, la quebrada de su infancia, los mares sagrados, las ciudades bíblicas, los ríos legendarios: fue la sublime consagración de su lupa. Como no aprendió a bailar, no bailó. Con frecuencia asoleaba las cobijas para dormirse entibiado por el olor del sol. De su mano comían los pájaros, las palomas. El único que no lo quiso fue Anzoátegui, el perro de don Tello. Las abejas le anunciaban visitas bienhechoras. Cesaban las lluvias cuando compraba paraguas. Las cosas perdidas las encontraba en los sueños.

En Tamesis compró un elefante, lo compró enmarcado y, sin entronizar, el Sagrado Corazón de Jesús. Las oficinas le enredaban el habla, le desarreglaban el alma. Los importantes le causaban impresión. Tres días acompañó a un amigo a llorar una traición de mujer. Otra vez, lista con el lápiz para escribir la respuesta en el cuaderno de tareas, le preguntó una nieta: abuelo ¿qué es toser? Ufano, con el índice tocándose la barbilla, elevando la mirada al cielo rogándole sabiduría, le respondió: toser es hacer así... (la onomatopeya de la tos) A ninguno de sus hijos prestó para hacer de Cirineo. Menos a aplanchar, aprendió todos los destinos de la casa. De la primera a la última página se leyó, embebido, a Genoveva de Brabante. Al escondido, hasta encontrarlo, nos buscaba en los útiles el compás. Con él, con deleite infantil, tramaba círculos en los reversos limpios de las cartulinas usadas. No fue a la escuela. A leer y escribir aprendió con el almanaque Bristol. A sumar y a restar con los dedos. A multiplicar y a dividir con el tiempo y la ayuda de Dios.

Tuvo siempre desavenencias con la tilde, la Z, con la H. Por como suena y por su distinción caligráfica, coronó a la f minúscula reina de las letras: es como un corbatín de pie, decía. Raro, se malquería con el 4. Le contaron y contaba, entristecido, La María. Contemplaba al billamarquín como si contemplara una maravilla, lo ensimismaba.

El remedio para curarse de la canción que se le metía por semanas en la cabeza, era irse a silbarla en las rumorosas umbrías de los guaduales. Para guardarla como un tesoro, extraño, de Medellín, con Pipe Cano, mandó a traer una dulzaina. Como con cualquier cristiano hablaba con los animales. Él era el que, todos los 24, hacía nacer el Niño Dios. Con sólo pronunciar albahaca olía a albahaca. Le jugaba fiestas a los eclipses. Hacía trompos, yoyos y baleros. A medias se incumplió una promesa: conocer a Palos de Moguer, él, que a duras penas le alcanzaba para la obligación. A medias, porque su obsesión por conocerlo la salvó entre suspiros viéndolo en una enciclopedia. Palos de Moguer... lo decía y lo repetía como un rezo. Para su espíritu ese nombre, Palos de Moguer, debía contener un embrujo o una clave.

Se alelaba con las romanas. De agua viva le hacia los ríos a los pesebres. Se casó a la intemperie entre el rumor y el aroma de los eucaliptos en una remota misión Claretiana. Enturbiado por la agonía me encargó a su señora, mi madre, y me dio la postrera bendición. En un estuche de terciopelo guardaba la lupa que se compró para también mirar diminucias: los minúsculos misterios de las hormigas, las grietas de los poros y los surcos de las huellas digitales, las incorpóreas patas de los zancudos, las antenas y las vaporosas alas de las mariposas, las lujuriosas intimidades de las flores. Dijo, con patética actitud y solemne prosodia, que el Niño Jesús de Praga se parecía a una parafernalia. Afilaba cuchillos, machetes, serruchos y tijeras. En el baño se restregaba el cuerpo con estropajo. Con los zapatos suyos embolaba los zapatos de todos.

Lo buscaban los gatos para que los acariciara. Sin comprender los arcanos caprichos de las brújulas se ensoñaba mirándolas, las llamó relojes tiritantes. No lo vieron saltar a la cuerda, ni montar en bicicleta, ni subirse en zancos. A los 5 días de negociarlo en la feria de la plaza, apareció en el potrero el caballo vendido. Por el caballo pródigo, aquerenciado a sus ternuras, deshizo el negocio y, por supuesto, devolvió el dinero. Se persignaba y se quitaba el sombrero ante las iglesias y los muertos, ante los calvarios, santuarios y las vírgenes de los caminos. Los aviones y los forasteros le abrían congojas y melancolías, lo volvían taciturno. Nos montaba a tuntún. La única vez, viejo, que compró un quinto de lotería, se lo ganó. Metía los pies en aguasal caliente para el cansancio. Nos sobaba, cuando niños, clara de huevo en las rodillas para andar derechos cuando grandes. A los que se iban los despedía batiéndoles el pañuelo. En el escaparate, sin estrenar y pensando en una eventualidad, guardaba un par de calzoncillos, una pijama, sin desempacar un jabón de olor, un cepillo y, de peinar, una peinilla nueva. Hasta donde me dejaron, con la enfermera, lo lleve en la camilla por entre pasillos cundidos de silencio. Hacía mucho, muchísimo silencio. Y mucho, muchísimo frío.

Cedía el andén. El olor de los ordeños lo encantaba. Hasta la ira lo irritaba la injusticia. Curaba orzuelos con el rocío que amanecía en las abigarradas flores de las rudas. Al pie de la letra vio cumplirse dos maldiciones: de un cura una, otra de un obispo. Soplaba pompas de jabón, capullos de diente león, plumas de pájaros. Consideraba un suplicio indignante los atrapamoscas de goma. De donde vivía, feliz, sin plazos ni contemplaciones, lo sacó la violencia. Desencabó la media luna y la guardó entre sus chécheres. Atardeciendo un lunes límpido de marzo se le trabó la conciencia, y en vez de decir, caballito de batalla, dijo un memorable disparate: batallito de caballa. Con miles de lidias comprendió el lenguaje de los semáforos. La gente durmiendo por las calles le arrugaba el corazón y le entorpecía el apetito. Vigilaba y certificaba la legitimidad del cuclí cuclí.

De doctor trataba a los doctores. El peluquero le cobraba tarifa preferencial. Se iba lejos a ver pasar la vuelta a Colombia. Escribir un libro: los vivió, los dijo de palabra y los ratificó con sus ejemplos agradecidos y limpios. Al sol lo quería porque sí. A la luna por hermosa. Mirando las lejanías suspiraba musitando un nombre. Con las fichas del parqués guardaba las bolas del pipo y cuarta. Trabajó en un camión repartiendo cerveza, era cuando almorzaba, frío, donde lo cogiera la una de la tarde. Nunca le falló el conjuro: sana que sana culito de rana. Muchas veces la pobreza le agujereó las medias, le rompió los zapatos, le desgastó el cuello de las camisas, le sacó la rabia.

Lo oía con furtiva fascinación en la caracola que atrancaba la puerta, pero jamás conoció el mar. Su otro yo era su Sanyo de pilas. Todos los días se afeitaba. De Supia nos traía colaciones y hojaldras. Ogagatos de Riosucio. Escapularios de Valparaíso. De Marmato piedras atravesadas por destellos. Solteritas de Manizales con asombros de una Iglesia enorme. Si se le acababa y tenía con que, para el ánimo, se compraba otra botella de vino Sansón: le duraba meses. Asegurado con un gancho en el bolsillo de la camisa, siempre llevaba un crucifijo y siempre, en el mismo bolsillo, un lapicero y siempre una libretica como el retoño de un cuaderno. Las diademas le inspiraban suspiros y las orejas con candongas y los cabellos largos de las mujeres altas y morenas. Para disipar los tedios repentinos sacaba el metro de cinta metálica y medía cualquier cosa: el anchor y el largor de las puertas, la boca de los pocillos, el altor que iba desde su cintura hasta el suelo, el grandor de una cuchara, la cacha del palustre. Se perfumaba con agua florida de Murray & Lanman.

Como un amuleto sin fundamento y sin oficio, entre una bolsita de felpa granate, guardaba la aguja de arría, la aguja capotera, un rollo de cáñamo y un tronco de cera de abejorro que parecía un turrón provocativo y prohibido. Decía diminucias en vez de diminutas, alguien correcto le borró del repertorio esa elocuencia. Traía de Anserma una amargura inconfesable. De Pereira las portentosas osadías de un circo. De La Virginia su intrépida aventura atravesando en balsa arenera la escueta inmensidad, inocente, del Cauca.

Un día de mercado vio, con aterrado regocijo, como la yegua overa del ateo Martín Lotero, con él de zamarros encima, se arrodillaba ante paso del palio con la Sagrada Comunión para una de las Echeverri, que agonizaba. La olla pitadora fue el único lujo que no compró por cuotas. Las móviles luces de neón le agobiaron el asombro y le avisparon la curiosidad. Guardaba fósforos y velas donde a tientas las encontrara por entre las súbitas oscuridades. Con admirada y recóndita desconfianza quería a los gitanos, cuando llegaban se iba horas a sus carpas a curiosear sus enigmáticos modos. De uno se hizo amigo, de Zebedeo Sandoval Ortegón: alto, espigado, de bozo, cejas y pestañas renegridas, de sombrero de ala ancha. De su puño y letra le dejó escritas en estricto español y en rigurosa ortografía las Preces de las Avenencias. Tallada en hueso con incrustaciones de nácar le regaló una media luna y, de viva voz, una receta infalible para desmañar caballos.

Cuando sonaba se pegaba al radio y le aumentaba volumen a Vasija de barro. Si se acordaba pagaba los diezmos. Según su ingenio, si a Mediacaral fuera posible reducirlo a una figura, esa figura sería: un cobertor batido por el viento entre dos musgosas estacas de guadua. Disfrutaba de los pandeyucas como un niño disfruta de una golosina.

Se levantaba con el amanecer. Para brillar las cosas que se brillaban, en el nochero, sin falta, tenía disponible la pomada Brazo. Él era el que encoraba y con granos de fríjol contaba los Mil Jesuses. La vez que lo quisieron humillar, se fue. Sin clemencia ni tregua lo atormentaron los callos. Rastreaba y cogía a oído los grillos que se metían a la casa, los regañaba a mimos y los soltaba al descampado de la noche para que, por Dios, lo dejaran dormir.

Santificaba las fiestas. Otra cosa no hizo por el país, ninguna, que trabajar con honradez y cumplir a carta cabal con sus deberes. Quemaba ramo bendito para desenfurecer las tormentas. Con taquitos de cartón y con el nivel de gota nivelaba  las mesas cojinetas. A cualquier niño que se pusiera en sus fueros le rebujaba el pelo con los dedos. Tuvo siempre un problema: no dejó de ser bueno. Satisfacía los estornudos con suprema, casi con desvergonzada alegría. Se acostaba con el anochecer. El elefante de Tamesis se lo echó a perder el comején. A la realidad que percibía por los ojos, por 3 horas se le cruzó una raya azul. Se la borró con tres padrenuestros, tres avemarías, tres glorias y un réquiem por las benditas ánimas del purgatorio.

Tenía una palabra que como un comodín lo sacaban campante a la otra orilla: perendengue. Lo que le devolvían de más, lo devolvía. Desde La Pintada acompañó el féretro de Gardel. A solas jugaba con su sombra. Le gustaba y quería los relojes no tanto porque con exactitud acertaran las horas, ni por la marca, sino por los botones y rubíes que ostentaran, ojalá contra choques y a prueba de agua. Hacía fuego de la nada. Un santo sin mayores preeminencias ni seguidores dentro del santoral, Antonio María Claret, fue el santo de su devoción. En muchísimas perplejidades lo hundían las máquinas de escribir. Le decían, le repetían y le volvían a decir que lo que sus ojos vieron en el cementerio no se llamaban lenguas de fuego sino fuegos fatuos. Conquistó con aprecios la amistad de un buldocero para montar en buldózer. La billetera, con sus papeles y dinero, con sus fotos entrañables, ya no la necesitaba: me la dio. Me dio su reloj. Ya hice lo mío, queda lo de Dios, me dijo el cirujano enjugándose con el tapabocas el sudor de la frente.
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